Aprender del error
Naufragio de amor – Cristina Ruíz
Voy a comentar aquello que a veces vuelve en nuestros pensamientos y tiene todo el cariz de una experiencia de vida en la que pensábamos resultar ganadores y nos convertimos en perdedores, ya sea en el mismo acto, o, poco después cuando tuvimos la oportunidad de analizarlo. Sea cual sea la edad en que ocurra esta experiencia, si uno sabe aprovecharla, habrá aprendido a tener más puntos de vista en consideración. Y no es empeño fácil, aunque lo parezca.
Voy a hablar de una vivencia de mi niñez. Yo tenía ocho años y era carnaval. En mi ciudad natal los niños festejábamos el carnaval armando pequeñas batallas con globos llenos de agua. Eran días felices, días pensados para la victoria; para ser la heroína o el héroe de nuestras historias.
Pero centrémonos en aquel día. Aquella mañana, calurosa como todas las mañanas de febrero en el hemisferio sur, recuerdo que mi amiga y yo inflamos con agua suficientes globos como para llenar un cubo y nos sentíamos ricas, si es que uno puede, y de niño ¡claro que se puede!, sentirse rico por algo semejante.
El día a que me refiero levantamos el cubo entre las dos, porque pesaba mucho para trasladarlo una sola, y en ropa ligera o en bañador, llegamos por un largo pasillo hasta la puerta de salida a la calle. Allí dejamos el cubo, mientras salíamos a arrojar globos a los niños que ya jugaban en la calle. En ese momento pensábamos que nadie tendría tantos globos preparados como nosotras. Nos sentíamos orgullosas. ¡Ocho años! Pequeños e inocentes, ocho años… Pero ese día, nuestros oponentes tenían amigos mayores y más fuertes que nosotras, así que, una vez llegados hasta la puerta desde donde nos arrojaron sus primeros globos, comprendieron, rápidamente, que si nos hacían alejar lo suficiente por el pasillo camino de la casa, se harían con nuestro armamento, es decir, con el cubo lleno de globos de agua listos para disparar que con tanto esmero habíamos preparado. Y así ocurrió. Recuerdo la sorpresa que nos causó tal hecho. Quedamos atónitas, incapaces de movernos hasta que vimos introducirse la primera mano en el cubo, y a ésta siguieron más manos de otros niños que iban llegando y nos lanzaban los globos. Con el estupor clavado en el cuerpo salimos corriendo y nos escondimos dentro de la casa. Contra la puerta chocaron dos o tres globos… Después, las risas y las voces cesaron. Cuando nos atrevimos a salir, abrimos la puerta una rendija, y animándonos una a la otra, regresamos al campo de batalla en donde, aún permanecía el cubo, pero vacío. Nuestros vencedores, mientras tanto, aún correteaban por la calle arrojándose los últimos globos de agua. Aquel día aprendí que para saber ganar cualquier batalla hay que tener conocimientos. Y aún sintiéndome derrotada, tuve conciencia de que algo nuevo había aprendido.
Hubo otro día, para entonces era yo una joven adulta, que viajaba en un tren de cercanías de Madrid a Alcalá de Henares. El tren iba repleto y los vagones atestados. Yo me encontraba de pie cerca de una madre que cuando su niña de no más de tres o cuatro años le pegó como jugando, ella le devolvió el golpe. Y el juego, si acaso en algún momento lo fue, se convirtió en un ir y venir de cachetes, y pequeños golpes. Todavía veo esas manos en movimiento. La ira reflejada en un rictus de la boca tensa de la madre y los ojos crispados de la niña. En ese juego de dos había una terrible carga de violencia. Pensé: qué triste futuro para esa niña con esa madre, con una vida instalada desde tan pronto en la violencia y el rechazo. Pero de la persona que sentí más vergüenza y la sigo sintiendo aún, fue de mí. Siempre me pregunto ¿por qué no detuve esa mano? ¿Por qué no me atreví? ¿Por qué nadie lo hizo? ¿He dicho ya que el vagón estaba lleno de pasajeros? Sí, lo he dicho.
Una tiene esta clase de recuerdos. Esta clase de recuerdos forman nuestra vida. Supongo que ustedes también tienen los suyos. Si quieren compartir alguno, ya saben que pueden dejar al pie de esta entrada sus comentarios.
Pilar Alberdi