La secta de los asesinos

La secta de los fumadores de hashís (hashashín), conocida como la de los asesinos hasta el punto de haber dado cuerpo a esa palabra en el argot criminal, está ligada de manera indisoluble en su origen a su fundador: Hasan as-Sabah. Éste era un hombre instruido y aficionado a la poesía, de apariencia, pues, sensible y humana. Durante su juventud, se había adherido a la doctrina chiíta, predominante entonces en toda el Asia musulmana. Sin embargo, con la presencia de los turcos selyúcidas la cosa va a cambiar, pasando a ser el Islam sunní el predominante y, sobre todo, el que se hace con los resortes del poder. Sólo el califa fatimita de Egipto mantiene un cargo de importancia desde su posicionamiento chiíta; pero, en realidad, deja el verdadero poder en manos de su visir armenio, el padre y predecesor de al-Afdal. El hijo mayor del califa, Nizar, va a intentar que cambien las cosas y cuenta para ello con el apoyo de Hasan, que es un personaje influyente con bastantes seguidores. Éste último, saltándose los métodos de Nizar, toma por sorpresa la fortaleza de Alamut, el “nido de águila” y, desde este bastión casi inexpugnable, va a poner en marcha una secta cuya disciplina y métodos no van a tener comparación con nada que hubiera existido antes. En su castillo organiza clases de adoctrinamiento y de disciplinas físicas que le permitirá tener unos seguidores fieles y arriesgados hasta provocar la admiración y el terror de cualquier enemigo. Se cuenta que la fidelidad al jefe y el fanatismo eran tales, que en una visita a su castillo por parte de Balduino II, el jefe hashasín ordenó a uno de sus seguidores que se arrojase desde las almenas al vacío para demostrar su obediencia y lo hizo sin dudar; después se lo ordenó a otro, que también se tiró y no se lo ordenó a un tercero porque el propio Balduino, impresionado y descompuesto, le pidió que acabase con aquello.

Sus métodos eran tan temibles como eficaces: a veces un grupo, a veces un individuo, se acercaban hasta la personalidad que se le había ordenador que matara y, a costa de su vida, pues no tenían escapatoria, lo mataba delante de todo el mundo. Solían familiarizarse con el lugar donde iban a cometer su crimen y se disfrazaban de ascetas, mercaderes…; no era raro incluso que antes se hubieran ganado el respeto y la confianza de quien tenían ordenado matar, por lo que podían acceder hasta él con tanta facilidad y asesinarlo sin peligro de fallar en su intento.

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El ejecutor individual (o el grupo, en su caso) era denominado fedai, o lo que es lo mismo, “comando suicida”, pues el resultado era la propia muerte de los ejecutores, que no tenían escapatoria posible. Los adeptos eran clasificados según su nivel de instrucción y de fidelidad, desde novicios a gran maestre. Al parecer, para mantener su serenidad ante las situaciones difíciles y arriesgar su vida como lo hacían, se ayudaban del hashís; pero esta secta tiene tanta leyenda alrededor que es difícil saber qué es cierto y qué no es verdad en lo que se cuenta sobre ellos.

Lo que no cabe duda es que su éxito fue fulminante. Había nacido en 1090 en el “nido del águila” y en 1092 ya había cometido su primer crimen conocido, el del visir Nizam al-Maluk, que era el pilar del imperio selyúcida, con lo que toda la estabilidad del Estado se tambalea, abriendo una crisis que podría permitir a Nizar (que ha preparado un minucioso plan de acuerdo con Hasan) hacerse con las riendas. Sin embargo, al-Afdal, que ya ha heredado el visirato de su padre, aborta la rebelión y empareda vivo a Nizar, con lo que Hasan cambia de estrategia. Se va de Egipto y toma Siria como campo de actuación. Manda a Alepo un predicador persa que busca ganarse la confianza del todavía vivo entonces Ridwan, al que, en compañía de otros adeptos de la secta, hacen favores diversos (en particular asesinar enemigos políticos con sus métodos habituales). Cuando en 1103 muere este predicador, la secta manda a otro, persa también, el orfebre Abu-Taher, que llega a dominar de tal modo al emir de Alepo que quien quiera algún favor de Ridwan sabe que antes tiene que ganarse la simpatía y la aprobación del orfebre. A los “asesinos” se les está empezando a conocer ya en el mundo musulmán como los batiníes (los que se adhieren a una corriente distinta de la que profesan en público), pues por sus simpatías con los occidentales se considera que son musulmanes sólo en apariencia. Ni los chiítas (el chiísmo era lo que parecía defender el fundador de “los asesinos” en sus inicios) sienten simpatía alguna por esta secta; y menos que nadie el cadí chiíta al-Jashab. Todos piensan que la actitud conciliadora y entreguista del emir Ridwan hacia los frany se debe a la influencia de la secta, cada vez más alejada de la población musulmana y que, para sentirse protegida, se alegra de los éxitos militares francos y se muestra cada vez más cercana a ellos.

Tras la muerte de Ridwan, a instancias del cadí al-Jashab, muchos de los miembros de la secta son perseguidos, linchados, arrojados desde las murallas… Pero ésta no sólo no está destruida; casi está empezando en realidad. Se ha extendido por toda Siria; el orfebre ha sido sustituido por Bahram, que decide suspender provisionalmente la actividad externa de la secta para recomponerse y organizarse mejor. Y lo consigue. De hecho, cuando muere Hasan as-Sabah en su refugio de Alamut en 1124, la actividad de los hashashín se ha recrudecido. Ya han matado, entre otros, al cadí al-Jashab, al cadí de Bagdad Abu-Saad al-Harawi, a este último con total impunidad pues les tienen tanto miedo que nadie se atrevió a perseguirles cuando lo asesinan en la mezquita mayor de Hamadhan delante de todo el mundo. Y matan a todo aquel que se les oponga o dificulte su camino. En 1126 será al-Borsoki, señor de Mosul y de Alepo, el asesinado por la secta. Eso crea un vacío de poder que es aprovechado por los francos para presentarse ante los muros de Alepo. El hijo de Bohemundo, con su mismo nombre, es ahora príncipe de Antioquía y los de Alepo, que ven en peligro su ciudad, se dan prisa en pagarle tributos.

En Damasco, el atabeg Toghtekin está viejo y su visir, que es partidario de los asesinos, mantiene estrechas relaciones con Balduino II de Jerusalén, que aspira a hacerse con el control de la ciudad siria. Muere Toghtekin y su hijo Buri no parece ser capaz de imponer el orden como su padre. Se sabe, según cuenta Ibn al-Atir, que el propio visir ha negociado con los frany la entrega de Damasco en viernes, si a cambio a él le dan Tiro. Sin embargo, en una sesión en su palacio en la que al-Mazdaghani, el visir partidario de los asesinos, acude como siempre, a una señal del nuevo atabeg, Buri, uno de sus partidarios saca su sable y decapita sin contemplaciones al visir y esa parece ser una señal que desata los ánimos en la ciudad, que se echa encima de los batiníes persiguiéndolos y degollándolos sin piedad. Es el cronista Ibn al-Qalanisi el que nos dice en su crónica: Por la mañana, las plazas estaban libres de batiníes y los perros aullaban mientras se disputaban sus cadáveres.

Sólo sobreviven unos pocos asesinos, que van a afincarse en Palestina bajo la protección de Balduino II, al que entregan la fortaleza de Baniyas, al pie del monte Hermón, en el camino de Jerusalén a Damasco. Unas semanas después aparecen en los alrededores de esta ciudad, preparados para tomarla, miles de cruzados, entre los que se encuentran unos cuantos cientos de guerreros de una nueva orden que ha surgido en Palestina unos años antes: los templarios.

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Emilio Ballesteros


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