Las Cruzadas XI, NUR AL-DIN
Entre la confusión que provoca la muerte de Zangi, hay un hombre que va a permanecer sereno, a pesar de su dolor y que va a marcar una época nueva en los territorios orientales. Se trata del segundo hijo del atabeg muerto: Nur al-Din, que con su padre recién muerto, recoge el anillo de su predecesor y se lo coloca en su propia mano.
Nur al-Din va a heredar todas las virtudes de su padre (austeridad, sentido del Estado, valor), pero sin sus defectos: no es bebedor ni truculento; al contrario, es un hombre sencillo, devoto, justo y reservado. Su prudencia y su sentido del deber queda muy bien reflejado en el relato que hace el cronista Ibn al-Atir de lo que le sucedió al nuevo atabeg con su esposa: Ésta se había quejado de la falta de dinero y Nur al-Din le asignó para sus gastos los beneficios de tres tiendas que tenía en Homs, que daban unos veinte dinares al año. Su esposa se quejó de que no era suficiente y Nur al-Din le dijo que no tenía nada más y que, puesto que él era el tesorero de los musulmanes, no tenía intención de traicionarles. Esas palabras fueron muy bien divulgadas y acrecentaron el respeto que se le tenía. De hecho, podría decirse que es uno de los pioneros en el uso de la propaganda de forma eficaz en el gobierno. Procuraba encargar poemas, cartas, libros…, de manera que con ellos se creara un espíritu unitario en torno al Islam sunní y al sentimiento de yihad contra el invasor, lo que le granjeaba la simpatía de las gentes y los apoyos de los príncipes árabes. Suprimía también muchos de los impuestos anteriores, acercándose al Islam de los tiempos del profeta que sólo admitía el zakat como impuesto justo. Las únicas antipatías que se ganaba eran las de los príncipes y generales hechos al lujo, la ostentación y la vida relajada y fácil; pero tampoco se atrevían a enfrentársele de forma abierta, dado el apoyo generalizado que despertaba por doquier.
Nada más morir su padre, Nur al-Din consigue imponerse en Alepo; pero eso va a ser sólo el principio. Apenas le ha dado tiempo de tomar el poder cuando le llegan noticias de que Edesa ha vuelto a caer en manos de Jocelin, al que han ayudado los armenios. La reacción de Nur al-Din va a ser fulminante. Sin darle tiempo a Jocelin a organizar la defensa de su recién conquistada ciudad, le ataca hasta hacerle huir; pero tanto a él como a los partidarios que le acompañan en la huida, los jinetes de Alepo les dan alcance y los exterminan. Esa victoria tan eficaz le ganará el respeto de Raimundo de Antioquía, que prefiere permanecer expectante y de Unar, de Damasco, que propone al señor de Alepo la mano de su hija.
Pero llegan noticias desoladoras que el cronista Ibn al-Qalanisi, que tiene setenta y cinco años cuando redacta su crónica, le hacen recordar los tiempos de la primera invasión franca: llegan nuevos combatientes desde las tierras de los frany, esta vez en un número incluso superior al de la vez anterior y, como entonces, con la cruz de tela cosida en la espalda. La caída de Edesa parece haber sido la que ha provocado el efecto llamada. Masud, el hijo de Killy Arslan, les ataca varias veces y les inflige varios golpes duros; pero eso no les hace retroceder y si las nuevas fuerzas se suman a las que ya hay en Jerusalén, Antioquía y Trípoli, constituyen un poder temible.
No se sabe qué ciudad van a atacar; suponen que será Edesa; pero, para sorpresa de los árabes, será Damasco la que elijan y están tan seguros de vencer que se reparten sus dependencias antes de haber atacado. Sin embargo, los recién llegados no pueden cometer un error más garrafal: atacar la única ciudad en la que el príncipe musulmán, Unar, tiene firmado un tratado de alianza con Jerusalén. Los príncipes al mando de los nuevos expedicionarios, el alemán Conrado y el rey francés Luis VII, no parecen conocer o, si lo conocen, valorar, el peso de ese tratado.
Unar ha preparado a fondo la defensa de su ciudad y ha llamados en su apoyo a los demás emires de la región. Van apareciendo jinetes turcos, kurdos y árabes y hasta el señor de Alepo Nur al-Din y hermano Sayf al- Din han anunciado que llegarán en un día para poner sus tropas al servicio de la defensa de Damasco. Unar manda mensajes a los frany extranjeros amenazándoles con la llegada de los príncipes árabes con sus poderosos ejércitos y a los frany locales advirtiéndoles de que si es vencido entregará la ciudad a Sayf al-Din y éste, si toma Damasco, no dejará que ningún frany pueda seguir en Siria. Llega a un acuerdo secreto con los francos locales, que se encargan de convencer al rey de los alemanes de que se aleje de Damasco antes de que lleguen los refuerzos; mientras tanto, francotiradores muy bien apostados acosan a las tropas francas que, desmoralizadas, han decidido realizar una retirada para agrupar sus fuerzas, pero los damascenos los acosan tanto que acaban retrocediendo hacia Jerusalén perseguidos por los hombres de Damasco. La retirada franca cogió tan de sorpresa a los damascenos que pensaban que se trataba de una trampa; pero no era así. El grueso de la expedición se volvería de inmediato a sus tierras más allá de Constantinopla, dejando a Unar con un prestigio que lo redimía de sus anteriores connivencias con los invasores. No obstante, le iba a durar poco; un año después muere víctima de una indisposición tras una de sus copiosas comidas y le toma el relevo un joven de dieciséis años, Abaq, que además de joven no es muy inteligente.
Nur al-Din, mientras tanto, ha aplastado con su ejército a Raimundo de Antioquía, al que Shirkuh, tío de Saladino, mata con sus propias manos, le corta la cabeza y se la manda al califa de Bagdad en una arquilla de plata. Después se acerca hasta Alepo con su ejército, pero no quiere aparecer como conquistador, sino seducir a los dirigentes de la ciudad y a sus pobladores. Escribe a los notables una carta en la que les dice que no ha ido a guerrear con ellos, sino a protegerlos y socorrerlos frente a los infieles “tanto más –les dice- cuanto que conozco vuestra incapacidad para proteger vuestra provincias y vuestra humillación que os lleva a pedir ayuda a los frany y a entregarles los bienes de vuestros súbditos más pobres, a los que perjudicáis de forma criminal. ¡Y ello no agrada a Dios ni a ningún musulmán!
Una lluvia propiciatoria, después de un largo periodo de sequía, hace que los campesinos piensen que está bendecido con la báraka de Allah y que aumenten sus simpatías para con él. Sin embargo, los señores de Damasco contestan a su carta diciendo que entre ellos y él no hay ya más que el sable y que los frany llegarán para ayudarles a defenderse. Nur al-Din prefiere no enfrentarse todavía con las fuerzas de Damasco y Jerusalén juntas y se retira; si bien en las mezquitas se cita su nombre después de los del califa y el sultán y se acuña moneda en su nombre.
Todavía, un año después, volverá a acercarse a Damasco y mandarle otra carta similar a la anterior a Abaq y los notables damascenos, con la misma respuesta. Incluso llegan tropas comandadas por el joven rey Balduino III que se instalan en las puertas de Damasco y circulan por los zocos, para malestar de la población, que recuerda sus hijos caídos en luchas contra los invasores. Nur al-Din vuelve a retirarse, pero sigue mandando cartas y personas que alimenten el descontento entre los pobladores de Damasco contra sus dirigentes. Ayyub, el padre de Saladino, conseguirá el apoyo de la milicia urbana, con lo que a Abaq sólo le quedan unos cuantos emires irreductibles; Nur al-Din hace entonces llegar a Abaq una información según la cual los fieles que le quedan están tramando un complot contra su persona y Abaq, sin preocuparse de averiguaciones, los manda ejecutar, con lo que se queda aislado del todo. Por fin, como jugada maestra, Nur al-Din intercepta todos los suministros que llegan a Damasco, con lo que los precios se disparan y la población empieza a temer la escasez de alimentos. El 18 de abril de 1154, Nur al-Din se presenta otra vez ante las puertas de Damasco y Abaq llama desesperado en su ayuda a Balduino III; pero no le va a dar tiempo a llegar; los propios habitantes y soldados damascenos facilitarán la entrada del ejército de Nur al-Din sin resistencia y éste ofrecerá a Abaq y a sus allegados territorios en la región de Homs, dejándoles que huyan con todos sus bienes. El nuevo señor de Damasco redacta un decreto que es leído en todas las mezquitas el viernes de oración y la ciudad entera aplaude a Nur al-Din.
El señor de Damasco está pensando ir hacia Jerusalén, cuando un terremoto muy violento siembra la muerte entre árabes y francos. Todas las ciudades sufren destrozos inmensos, pero la peor parte se la llevan Hama y Shayzar. Los “asesinos” y los frany aprovechan para atacar Shayzar antes de que la tome el ejército de Alepo. Nur al-Din cae enfermo y aprovecha ese periodo de inactividad para reflexionar. Algunos le aconsejan que ataque Antioquía, pero se opone razonando que esa ciudad perteneció desde la antigüedad a los rum y tomarla sería ponérselos en contra. Manuel, el emperador bizantino, se ha puesto en camino hacia Oriente, levantando la desconfianza en Nur al-Din que se pone en contacto con él; el basileus bizantino lo tranquiliza diciendo que va a dar un escarmiento a Reinaldo de Châtillon, que dirige Antioquía desde la muerte de Raimundo al seducir a su viuda y casarse con ella; pero sus abusos y sed de sangre le han hecho acreedor del odio de los árabes, de los rum y hasta de sus propios súbditos. Ha llegado a intentar lanzarse contra el emperador bizantino y, al intentar ganarse el apoyo del prelado de Antioquía, como no lo consigue, lo tortura untándolo de miel y encadenándolo expuesto al sol para que los insectos se ensañen con su cuerpo. El patriarca ha acabado por ceder y con su dinero ha puesto en marcha una flotilla que ha aplastado la guarnición bizantina de Chipre, violado a sus mujeres, saqueado campos, rebaños y palacios y degollado a ancianos y niños. Para rematar, manda reunir a todos los sacerdotes y monjas griegos, hace que les corten la nariz y los manda así mutilados a Constantinopla.
Cuando Manuel se pone en marcha para restablecer el honor perdido, Reinaldo que sabe que ante el ejército imperial, ya en marcha, tiene poco que hacer, decide pedir perdón presentándose descalzo y vestido de mendigo ante el emperador. Los embajadores de Nur al-Din están presentes. El emperador sigue hablando mientras Reinaldo está prostrado a sus pies como si allí no hubiera nadie y, por fin, al cabo de un rato, hace un gesto despectivo como para que se levante. Reinaldo consigue su perdón; pero su prestigio queda tocado para siempre, mientras que el del emperador bizantino resurgirá frenando por un tiempo las ambiciones de Nur al-Din.
El nuevo teatro de las operaciones en ese tiempo de enfrentamientos entre francos y árabes se va a desplazar hacia una tierra más al sur: Egipto. Y se avecina la llegada de un hombre providencial para la causa árabe: Saladino.
Emilio Ballesteros