Las Cruzadas XIII, Saladino en Egipto

Ciudadela de Saladino, el Cairo, Egipto

Nada más subir al poder como visir, Saladino pone orden en el gobierno egipcio. Sustituye a los funcionarios fatimitas por personas en las que confía más, reprime una revuelta en el ejército egipcio y rechaza la última tentativa de invasión por parte de Amalrico, que ha buscado el apoyo de los bizantinos y ha conseguido que Manuel Comneno le mande una flota, pero falta ésta de provisiones y ante la negativa de los francos a proporcionárselas, a Saladino no les cuesta convencerlos para que se vayan. A finales de 1169, Saladino tiene el control efectivo de Egipto en sus manos.

Pero una contradicción difícil de resolver se le va a presentar: su califa, Nur al-Din, desde Damasco, le pide la abolición del califato fatimita egipcio; pero es el califa al-Adid, del Edipto fatimita, el que lo ha nombrado visir y teme, si lo depone, por una parte, que la población egipcia, mayoritariamente chií por entonces, se rebele; por otra, al destronar al califa que le dio el poder, con toda probabilidad vuelva a ser un simple representante de Nur al-Din. Saladino llega incluso a preparar una proclama pública anunciando el derrocamiento de al-Adid; sin embargo, éste tiene veintidós años, pero está enfermo de muerte y yace en su lecho con pocas probabilidades de sobrevivir y Saladino se resiste a traicionar su amistad en esas condiciones. Sin que nadie lo espere, el viernes, 10 de septiembre de 1171, se adelanta al imán en la mezquita un recién llegado de Mosul y reza la oración en nombre de Nur al-Din. Para sorpresa de todos, nadie reacciona y al viernes siguiente se da la orden de que en adelante ya no se mencione a los fatimitas en las plegarias de la oración. Al-Adid está a punto de morir y Saladino ordena que nadie le comunique lo ocurrido; si muere, que muera en paz y si se cura, ya tendrá tiempo de enterarse. Muere, de hecho, sin saber que había sido destituido.

La caída del califato chií hace reaccionar a la secta de “los asesinos”, que esperaban que el califato egipcio despertara y extendiera el chiísmo. Ante la nueva situación, su jefe en Siria, Rashid al-Din Sinan, “el viejo de la montaña”, envía un mensaje a Amalrico comunicándole que está dispuesto a convertirse al cristianismo y los suyos le seguirían. Gran parte de los integrantes de la secta, que domina varios castillos en el centro de Siria, son ahora campesinos que pagan tributo a los templarios. De esta forma, el viejo espera que sus seguidores se vean libres del tributo que sólo obliga a los no cristianos, con lo que los templarios no ven con buenos ojos esta conversión y siguen con preocupación las conversaciones entre Rashid y Amalrico. Como ven que el acuerdo está cerca, en 1173 acechan a una delegación de enviados de los asesinos, que vuelven de entrevistarse con el rey y, en una emboscada, los matan, con lo que queda frustrado este intento de conversión de los asesinos al cristianismo.

En contra de lo temido por Saladino, la abolición del califato egipcio no lo devuelve al papel de simple representante de Nur al-Din, sino que le da un poder efectivo sobre la enorme riqueza egipcia y eso va a ir distanciando al visir y a su califa. Así, cuando Saladino y sus tropas están asediando la fortaleza franca de Shawbak hasta casi hacerla capitular, Nur al-Din se prepara para reunirse con él y dirigir las operaciones; lo que provoca que Saladino mande levantar el campo a sus tropas y regresar a El Cairo, con el pretexto de que allí han estallado revueltas. Nur al-Din estalla en cólera ante esta actitud y promete ir en persona con su ejército hasta Egipto para poner las cosas en orden. Saladino, inquieto, reúne a sus emires para ver qué hacer; algunos le aconsejan levantarse en armas contra el califa; pero Ayyub, padre de Saladino, toma la palabra y dice que Nur al-Din es el califa y él, si tiene que luchar, dará hasta la última gota de su sangre contra su propio hijo, si es necesario, por apoyar al califa de aquellas tierras. En privado, recrimina a su hijo su ambición y le dice que deje correr el tiempo, que lo hace a su favor, y mande un mensaje de obediencia al califa. Así lo hace y Nur al-Din, tranquilizado, renuncia a su expedición.

Saladino mandará al Yemen a uno de sus hermanos a conquistarlo y lo hace sin dificultad. Cuenta así con una tierra a la que poder retirarse si Nur al-Din decide algún día tomar el control de Egipto de forma personal.

En otra batalla al este del Jordán, ocurre algo similar a lo de Shawbak; esta vez el pretexto de Saladino para retirar sus tropas es que se está muriendo su padre; lo que, por otra parte, es cierto. Pero Nur al-Din teme que cada vez tenga más lejos el control sobre Egipto y decide ocuparse en persona de los asuntos de aquel lugar. Escribe a sus emires en Siria para que preparen tropas para acudir a Egipto; pero cae gravemente enfermo y muere en mayo de 1174. Dos meses después, es Amalrico el que fallece, víctima de una disentería; justo cuando estaba preparando una invasión de Egipto con el apoyo de una poderosa flota siciliana. La corona de Jerusalén la toma su hijo, Balduino IV, de sólo trece años y aquejado por la lepra, considerada por entonces una maldición. El único que puede hacer frente a la ascensión que Saladino se ha ido encontrando, en gran parte sin buscarla, es el emperador bizantino Manuel Comneno; pero éste acaba de ser derrotado por Kiliy Arslan II, nieto del primero, y poco después morirá también, con lo que el imperio cristiano de oriente entra en una verdadera anarquía.

Aunque no le falten enemigos entre los fieles del fallecido Nur al-Din, toda esta suerte va a propiciar que los partidarios de Saladino, cada vez más, lo señalen como elegido por Dios. Sus características personales lo adornan y facilitan esta tarea; incluso cuando era el más poderoso entre los poderosos, era humilde con los humildes y sencillo en el trato con sus subordinados; todos sus cronistas destacan su valor, justicia y dedicación al yihad, pero también su humanidad e incluso su ternura. No era habitual ver llorar a un dirigente y que Saladino lo hiciera cuando murió su sobrino, aunque fuera dentro de su tienda y sólo ante algunos de sus más fieles emires, lo hizo más popular; todavía ganó más popularidad cuando, en medio de una expedición contra los francos, se le acercó una mujer a la que habían robado su hija y, con los ojos llenos de lágrimas, mandó a un destacamento de soldados para que la rescataran y se la devolvieran; la recuperaron y cuando la madre tomó en brazos a su hija, cuentan los cronistas que todos los presentes lloraban de emoción. Era afable con sus visitantes, incluso si eran “infieles”, generoso y, si podía, nunca dejaba que quien llegaba pidiéndole algo, se fuese decepcionado; incluso en una ocasión, durante una tregua con los frany, el señor de Antioquía le pidió que le devolviera una región que el sultán había conquistado cuatro años antes y, pese a las protestas de sus allegados, se la devolvió. A pesar de los fabulosos tesoros que tuvo a su alcance, si se le reprocha algo por sus enemigos es su prodigalidad, no para con él, sino hacia los demás, hasta el punto de que cuando murió, no había en el tesoro del Estado más que un lingote de oro y cuarenta y siete dirhems de plata y, sin embargo, él nunca vivió con lujo y despreciaba la riqueza hasta el punto de que cuando alguno de sus colaboradores le reprochaba su prodigalidad, Saladino le contestaba: “Hay personas para quienes el dinero no tiene mayor importancia que la arena”.

Siempre fue magnánimo con los vencidos, y sabía ser inflexible cuando la ocasión lo requería; en particular, cuando se insultaba al Islam. No faltan quienes, en el mundo islámico, como dirigente y ejemplo a seguir, lo ponen a continuación del profeta del Islam y en el no islámico, se reconoce como ejemplo de caballero medieval y de hombre honorable. En el lado cristiano, en aquella empresa de las cruzadas, sólo un hombre llegará a estar a una altura equiparable en cuanto respeto y admiración de sus súbditos; en estos años narrados hasta ahora todavía no ha entrado en escena; pero no tardará en hacerlo y el propio Saladino, a pesar de ser su encarnizado enemigo, acabará hablando con respeto de él; se trata del rey de Inglaterra, Ricardo I, que en aquellas tierras acabará ganándose el apelativo de Ricardo Corazón de León.

Emilio Ballesteros


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