Las Cruzadas XV, Jerusalén

Murallas y puertas de Jerusalén

A las puertas de Jerusalén, Saladino manda emisarios para ofrecerles, a cambio de la rendición, respeto a las propiedades y permiso para que los peregrinos cristianos puedan acudir a la ciudad cuando quieran. Sin embargo, los sitiados responden con arrogancia que no se entregarán por las buenas. Saladino manda llamar entonces a los emires de toda Siria dispuesto a tomar la ciudad por la espada.

La resistencia la dirige Balian, señor de Ramleh; al ser derrotados los suyos se había refugiado en Tiro; pero como su esposa estaba en Jerusalén, había pedido permiso a Saladino para poder acudir a la ciudad, sin armas, para rescatar a su esposa y el musulmán se lo había dado. Una vez allí, los notables le pidieron que se quedara para encabezar la resistencia pues no contaban con nadie con suficiente prestigio como para poder hacerlo con éxito. Balian, hombre de honor, no quería faltar a la palabra dada a Saladino, por lo que fue a hablar con él y éste, magnánimo, como era habitual en él, le dijo que si el deber lo llamaba debería responder con gallardía y lo liberó de su promesa, permitiéndole encabezar la resistencia. Como Balin, ocupado en la organización de la defensa de la ciudad, no podía atender a su esposa, el propio sultán dispuso una escolta para acompañarla hasta Tiro.

El consejero del sultán es un sacerdote cristiano ortodoxo, Yusuf Batit, que mantiene contactos con los cristianos orientales de Jerusalén y sabe que están de parte de Saladino, pues llevan sufriendo el menosprecio y los desplantes de los cristianos occidentales muchos años. De hecho, le han asegurado que si los frany se obstinan mucho en la resistencia, ellos mismos abrirán las puertas a las tropas del sultán.

Jerusalén vista desde El monte de los olivos

El cerco a la ciudad comienza el 20 de septiembre. Saladino ha instalado su campamento en el monte de Los Olivos y aumentan día a día la presión y el acoso. El 29 de septiembre ya han abierto una brecha en el muro norte. Balian, que ve inútil ya resistir, pide parlamentar con Saladino; pero éste, ahora, se muestra inflexible. Si ya les había ofrecido las mejores condiciones, ¿ahora por qué había de ceder? La única manera que tienen los sitiados de no ser pasados por la espada es entregarse sin condiciones. Balian responde que les asegure que respetará las vidas, como ha hecho otras veces; pero como Saladino no le promete nada, Balian amenaza con matar a sus propios hijos y esposas, a los prisioneros musulmanes, destruir los lugares santos del Islam y combatir hasta la muerte. Saladino no parece impresionarse, mas le conmueve el ardor de su interlocutor; consulta con sus consejeros y le ofrece salvar las vidas a cambio de un rescate económico que alivie las menguadas arcas del tesoro; Balian acepta, aunque hace una contrapartida inferior a la solicitada, abogando por la incapacidad para pagar de los pobres. Saladino acepta y el 27 de octubre de 1187, 27 de rayab del 583 para los musulmanes, entra de forma triunfal por las puertas de Jerusalén.

Las órdenes recibidas por los emires y soldados son tajantes: ningún cristiano, sea oriental u occidental, debe ser maltratado. Algunos fanáticos instigan para que los musulmanes venguen la matanza que los frany hicieron cuando la conquistaron casi cien años antes y, al menos, se destruya la iglesia del Santo Sepulcro. Saladino les para los pies y pone guardia en los sitios de culto para evitar saqueos o destrucciones. Se quita la cruz de la cúpula de la Roca y de la mezquita de Al-Aqsa, que los frany habían convertido en iglesia y sus muros son rociados con agua de rosas para que puedan volver a ser lugares de culto musulmán. Como se respetan los bienes de todo el mundo, muchos cristianos deciden quedarse a vivir allí; algunos más ricos ponen en venta sus propiedades que, a menudo, son compradas por cristianos ortodoxos y por familias judías que vendrán a instalarse en Jerusalén bajo la protección del sultanato de Saladino.

Muchos pobres de la ciudad, que no consiguen reunir el dinero del rescate pues es poco, pero para ellos resulta inalcanzable, se reúnen en las afueras de la muralla solicitando limosna para poder pagar su libertad. Balian interviene en nombre de ellos solicitando para estos el rescate sin contrapartida económica y es el propio hermano de Saladino, al-Adel, el que le pide liberar a mil prisioneros pobres. Saladino accede, y los tesoreros ponen el grito en el cielo. El sultán, sin embargo, por iniciativa propia, responde a los reproches liberando también sin rescate a los ancianos y a los padres de familia prisioneros y a las mujeres viudas, no se conforma con dejarlas libres exonerándolas de pago, sino que les hace regalos antes de que partan. El colmo de la desesperación de los funcionarios de Saladino encargados de los aspectos económicos, llega cuando Saladino deja salir al patriarca ortodoxo con carros cargados de oro, tapices y todo tipo de bienes costosos. El propio Imad al-Din al Isfahani cuenta que reprochó a su sultán esa prodigalidad y éste le contestó que tenían que respetar lo firmado para que nadie pudiera acusar a los creyentes de faltar a su palabra; antes bien, recordarían en todas partes los beneficios de que se les había colmado.

Además de su generosidad, algunos árabes criticarán a Saladino el que permitiera salir con vida y exiliarse a Tiro a los caballeros y jefes frany. De esa forma, aquella ciudad había acabado por convertirse en un baluarte cada vez más difícil de tomar. Aunque su rey Guido seguía cautivo, había llegado un hombre con capacidad para gobernarlos con tenacidad y fuerza: el marqués Conrado de Montferrato, al que los árabes acabarán llamando al-Markish. De hecho, Saladino apenas si intentará tomarla algún tiempo después, pero, dada la escasez de oro con que pagar a los soldados, sin convicción y sin resultados positivos. Toman muchas otras ciudades, que caen con facilidad, y sólo se les resisten, además de Tiro, Trípoli, Antioquía y tres fortalezas aisladas.

Saladino, muy seguro de sí, libera también al rey Guido, si bien antes le arranca el juramento de que nunca más volverá a alzarse en armas contra él. Pero el franco va a tardar muy poco en incumplir su palabra. Están llegando nuevos refuerzos desde occidente y Guido aprovecha para poner sitio al puerto de Acre. La batalla por esa ciudad se va a convertir en una de las más penosas y largas de todas las cruzadas, pues aunque las tropas musulmanas provocan muchas bajas en los sitiadores, atacando desde la retaguardia, no paran de llegar refuerzos de Tiro y de

occidente por mar. En pleno apogeo de la batalla, llegan noticias a Saladino de que el rey de los alemanes, Federico Barbarroja, viene en camino con más de doscientos mil guerreros. Saladino, muy preocupado, reacciona intentado involucrar al califa con toda su fuerza en la yihad que se avecina. Hace un llamado incluso a sus hermanos musulmanes del Magreb, en el norte de África y de al-Ándalus.

Sin embargo, otra vez la suerte se alía con Saladino y, en un baño en el río, Barbarroja se ahoga y sus tropas se dispersan y regresan en gran número a sus tierras de origen. Ese paréntesis ha prolongado más todavía el sitio de Acre y el sultán tienen que recurrir a argucias como la de hacerse pasar por un navío frany, incluso con cerdos colgados en cubierta, para poder llevar víveres a los sitiados. No obstante esas tretas no pueden repetirse muchas veces y, de seguir así, Acre acabará por entregarse.

Mientras tanto, la llegada de occidentales no sólo no afloja, sino que no para de incrementarse. En abril de 1191, cerca de Acre, el rey de Francia, Felipe Augusto, llega con sus tropas. Le seguirá poco después el hombre que va a quedar en la imaginación cristiana como su héroe cruzado; un gigantón pelirrojo que viene de Inglaterra y tiene fama de belicoso y hasta brutal: se trata de Ricardo Corazón de León. Y una de las causas que lo trae a oriente es la fascinación que siente por Saladino.

Emilio Ballesteros


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