SIGLO XX-V La guerra moderna: Armas en La Primera Guerra Mundial

Los simpatizantes del evolucionismo miran la historia dentro de una perspectiva de “evolución” lineal que va progresando en todos los frentes y dando lugar a una sociedad “mejor” en amplio sentido. Pero es en la guerra donde eso queda desmontado por los hechos de una manera más flagrante y patética. Si comparamos cualquier guerra antigua con las guerras modernas, el único aspecto en el que podemos hablar de “progreso” es en el tecnológico, porque en todos los demás, el sentimiento y las perspectivas y valores humanos han degenerado en nuestra cultura hasta extremos de difícil explicación, ya que hablar de justificación es aún más inhumano a esos niveles de crueldad en que hemos de movernos al entrar en ese mundo. Pero lo vamos a hacer, aunque sea de forma breve y nos cueste algún retortijón para quien tenga un mínimo de sensibilidad todavía.

En las guerras antiguas, digamos anteriores al siglo XVIII (la mentalidad racionalista e ilustrada será la que abra camino a la situación actual) el concepto de combatiente iba siempre asociado a la idea de “guerrero”; incluso en las levas masivas, que sólo a veces se realizaban, el soldado de a pie se movía con una voluntariedad y un fervor que suplía su inexperiencia con la armas; y, en propiedad, los verdaderos soldados eran “guerreros” que dedicaban su vida a un aprendizaje exhaustivo en el arte de la guerra y eso incluía, además del uso de las armas, un severo código de honor de caballero, con una serie de valores como el honor, el valor, el servicio a los débiles y hasta la compasión y la cortesía con el enemigo, que habían de incorporar a su conducta y quienes no las incorporaban quedaban con la mancha del mal guerrero, a pesar de que ganaran batallas. Hacer sufrir a la población indefensa o abusar de los vencidos era signo de debilidad y cobardía y, aunque a veces ocurriera porque siempre hubo de todo y en ocasiones se daban sitios en los que toda una ciudad sufría y saqueos en los que los vencedores abusaban de los vencidos, matar, herir o maltratar a mujeres, niños, ancianos o enfermos era algo despreciable que nadie honorable podía perdonar.

Las guerras modernas mueven a millones de soldados movilizados a la fuerza; en muchos casos sin que los implicados estén convencidos de la causa por la que han de luchar; a menudo incluso con jóvenes que carecen del valor y la madurez que una guerra necesita y cuya preparación para las armas se consigue en apenas unos días pues se manejan armas de alto poder destructivo, pero muy fáciles de manejar. La lucha cuerpo a cuerpo no cuenta; eso es sólo una excepción ocasional. Las muertes se realizan a distancia, sin rostro ni ojos que te miren ni voz que te hable; son impersonales, inhumanas; casi como si accionaras un botón en una máquina (a veces, literalmente, es así ya); a los efectos prácticos, el gatillo de un fusil funciona como el botón de una maquinaria enorme en la que el soldado es una pieza más. Y las armas de destrucción masiva se han ido generalizando y complicando hasta puntos difíciles de imaginar tiempo atrás: bombardeos indiscriminados, bombas de racimo que se abren en otras pequeñas que se extienden por el interior de las viviendas para que ningún rincón pueda proteger, bombas inteligentes que buscan el calor para ir tras él, armas químicas que asfixian y queman cuanto esté vivo, armas biológicas que extienden la enfermedad y las epidemias, bombas atómicas que desintegran a millones de seres vivos y dejan su radioactividad matando y degenerando de forma lenta y retorcida… ¿Cabe hablar aquí de respeto a los débiles e indefensos? Esos son los que antes caen con este tipo de armas; de hecho son sus destinatarios principales. No hay honor, ni valor, ni cortesía, ni compasión, ni humanidad… Esa es la naturaleza de la guerra moderna. Y la primera guerra mundial supuso uno de los saltos cualitativos (y cuantitativos; sus muertos se contaron por millones por primera vez en la historia de la humanidad) más notable en la “evolución” de ese “progreso” que el hombre moderno, el mismo que habla de humanismo y derechos humanos en sus papeles, ha desarrollado en su existencia real.

Repasemos, entonces, algunas de las nuevas armas que se utilizaron en este Primera Guerra Mundial. Puesto que no son los detalles técnicos los que más me interesan, sino los de pensamiento y actitud ante la existencia, me detendré más en las innovaciones que suponen un cambio claro en estos aspectos; quien quiera conocer datos más estrictamente técnicos siempre tendrá páginas y artículos a los que recurrir al margen de éste.

Una de las innovaciones más espectaculares fue la de las armas químicas. Ello, a pesar de la prohibición expresa en la Conferencia de la Haya de 1899. Y no sería ésta la que haría que se fueran usando menos, sino la pérdida de eficacia al aparecer las caretas protectoras y, sobre todo, el difícil control de sus efectos que podían volverse contra quien las utilizó. Algo parecido a lo que llegaría al avanzar el siglo con la guerra “biológica”, que puede acabar siendo tan peligrosa para quien la provoca como para su enemigo pues una epidemia no es fácil de controlar.

Careta antigás y soldados ciegos por efecto de las armas químicas.

Los aviones y dirigibles. Todavía, al principio, como vehículo de reconocimiento, aunque pronto comenzarían a ser utilizados para bombardeos. Su apoteosis para bombardear poblaciones de forma indiscriminada y cada vez más insidiosa, no obstante, no llegaría hasta la segunda guerra mundial. La “evolución” seguía su “progreso”.

Efectos de un bombardeo

El lanzallamas. En realidad, perfeccionados a partir de un invento del siglo XIX. El más pequeño y ligero fue diseñado para ser portátil y de un solo operario. Usando aire presurizado y dióxido de carbono o nitrógeno arrojaba un torrente de combustible en llamas hasta una distancia de 18 metros. El modelo pesado de mayor tamaño funcionaba sobre el mismo diseño del anterior, pero no lo podía transportar una sola persona. Su máximo alcance era el doble del modelo reducido y podía ser operativo de manera constante durante unos, por aquel entonces, impresionantes cuarenta segundos, aunque se consideraba extremadamente caro debido a su alta consumición.

Los británicos, intrigados por las posibilidades que les ofrecían los lanzallamas, experimentaron con sus propios modelos. Antes de la ofensiva de Somme construyeron cuatro modelos (de dos toneladas de peso cada uno) montados sobre una trinchera construida en tierra de nadie a sesenta yardas de las líneas enemigas alemanas. Cada uno fue construido pieza por pieza, y a pesar de que dos de ellos fueran destruidos antes del 1 de julio de 1916 (el comienzo de la batalla de Somme) los dos restantes, cada uno con un alcance de 90 yardas, se utilizaron durante el 1 de julio. De nuevo descubrieron que eran tremendamente útiles despejando trincheras, pero que no tenían ningún uso secundario. Su fabricación fue, por lo tanto, abandonada. En la segunda guerra mundial se usarían para hacer salir (o achicharrar dentro) a soldados escondidos en cuevas. Desde luego, no era un arma que dejara cicatrices con las que un guerrero pudiera alardear de valor.

Granadas. Los granaderos eran aquellos hombres encargados de despejar trincheras y posiciones enemigas usando granadas de varios tipos distintos.

La infantería prefería las granadas con mecha a los mecanismos de percusión, ya que siempre existía el riesgo de soltar una granada accidentalmente en el interior de una trinchera y que esta explotara. La idea de utilizar una anilla de la que se tiraba con la mano para poner en marcha la mecha se convirtió rápidamente en algo común y fue una característica esencial de todas las granadas que se desarrollaron tras la guerra. Existía otro tipo de granada, cilíndrica, que se activaba golpeándola contra una pared como si se tratara de una cerilla antes de lanzarla contra el enemigo.

La primera granada británica, la Mark 1 causó problemas de desconfianza entre los soldados, ya que siempre podía explotar de manera prematura si entraba en contacto con cualquier cosa al ser lanzada, algo muy probable en una trinchera. En consecuencia muchos soldados británicos comenzaron a crear granadas caseras, aquellas que eran conocidas como las de lata de mermelada. Otras granadas caseras fueron vistas en frentes alrededor de todo el mundo, como Rusia y Arabia. Las granadas defectuosas y caseras fueron desapareciendo a medida que aparecieron nuevos modelos. Las granadas de rifle se colocaban en un dispositivo especial acoplado al cañón del rifle y salían disparadas utilizando cartuchos de fogueo. Se diseñaron y produjeron incontables tipos de granadas durante la guerra, más de 50, pero solo una ha sobrevivido hasta hoy, la granada de mano Mills, diseñada por William Mills en 1915.

La característica más especial de esta granada es su exterior, está dividido en cuadriculas, zonas con mayor y menor grosor que hacen que al detonar la granada se rompa en muchos fragmentos, y así surgió la granada de fragmentación.

Sin duda, la mayor batalla con granadas de la Primera Guerra Mundial fue la ocurrida en los altos de Pozieres la noche del 26−27 de julio de 1916. Duró doce horas y media sin una pausa por parte de los australianos, estos intercambiaron granadas con sus enemigos alemanes (que tiraban granadas de varios tipos, de palo, granadas huevo y granadas de rifle). Solo los aliados lanzaron quince mil granadas Mills durante la noche.

Los rifles, bayonetas, ametralladoras (arma que destacó por su gran efectividad en la lucha defensiva de trincheras, al ser capaz de frenar y destruir con facilidad grandes formaciones de atacantes; ya había sido utilizada en la guerra de secesión americana y en este conflicto se desarrolló), pistolas, artillería, etc. etc., se perfeccionaron en cuanto a eficacia y manejabilidad, apoyados además con otra innovación que permitía avanzar sobre las trincheras y por caminos difíciles: el carro de combate, aunque su auge no llegaría hasta la segunda guerra mundial pues al principio tenían poca maniobrabilidad.

Del mismo modo, la marina avanzaría en su capacidad de destrucción con la incorporación de submarinos y acorazados con una artillería y una potencia de fuego letales, capaces de hundir cualquier barco o atacar con fuego de artillería una ciudad entera sin tener que acercarse al puerto siquiera.

El espíritu que anima este tipo de guerras (y armas) y la civilización que las efectúa y fabrica, tienen bien poco de honorables y menos de humanos. Y lo peor estaría por llegar, conforme el siglo avanzaba y el desarrollo técnico progresaba mientras el corazón de quienes manejaban esa técnica se ha ido haciendo más duro y más pequeño. Y no estamos hablando de grupúsculos terroristas o de cuatro locos; esto que recojo en el artículo es lo que financian, fabrican, compran y pagan con los impuestos que cobran a todo el mundo y con los préstamos que los endeudan hasta la náusea los GOBIERNOS que se autodenominan democráticos, que son elegidos por sus ciudadanos y que se llenan la boca hablando de derechos humanos y de humanismo, democracia, libertad, etc. etc…

Podría contarse como un chiste; pero sería demasiado macabro; como un cuento de terror, pero resultaría poco verosímil. Y sin embargo es la cruda realidad. ¿O me la estoy inventando?


Emilio Ballesteros


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