Siglo XX- VI: Sombras de una guerra
Por puro sentido común, uno piensa que una conflagración del calibre de la Primera Guerra Mundial debe tener causas poderosas para que llegue a materializarse. Sería de una ingenuidad atroz pensar que un simple asesinato, con todo lo criminal y violento que un acto así tenga que ser calificado, puede dar lugar a un conflicto que involucre a tantas naciones poderosas y, se supone, que civilizadas y que provoque tantos muertos que haya que contarlos por millones. El asesinato del heredero al trono austrohúngaro pudo ser la chispa, pero no habría habido fuego de no existir mecha y candela dispuestas a incendiarse a la menor ocasión.
Ya hemos visto en artículos anteriores que los intereses imperialistas y colonialistas de las distintas potencias enfrentadas tenían el camino preparado. Y todos sabemos que la industria armamentística y los grandes grupos financieros tienen siempre motivos e intereses, ya que no humanos, sí particulares y económicos para desatar cualquier conflicto que ponga en funcionamiento frenético la producción y venta de armas carísimas, las reconstrucciones necesarias y de préstamos que permitan las inversiones necesarias y endeuden a los gobiernos hasta tenerlos de rodillas ante los grupos financieros. Pero todo eso sigue siendo demasiado fácil pues, al fin, los banqueros, los grandes empresarios de la industria armamentística y hasta, después de todo, los políticos que, en teoría, toman las decisiones y declaran una guerra no son, al cabo, más que un puñado de personas. Lo difícil es involucrar a millones de ciudadanos que se suponen libres y pensantes en un proceso destructivo de tal calibre y que se lo crean y se apasionen con él hasta el punto de estar dispuestos a dar su vida en las trincheras. Y para eso hay que saber tocar fibras sensibles y desatar pasiones y creencias que lleven a las masas a una carnicería semejante. Si no, una vez con las armas en la mano, esas mismas masas podrían, en lugar de matarse entre ellas, quitar de en medio (tal vez poniéndolos a barrer calles, por poner un ejemplo) al puñado de intrigantes que, desde sus despachos, deciden y provocan. Así de simple y, sin ellos, trazar caminos de entendimiento y concordia. Pero no es tan sencillo, ¿verdad? Parémonos entonces un momento en analizar aspectos que, siendo de tanto peso, pasan a menudo inadvertidos porque también los que cuentan lo que pasó están, después de todo, convencidos, educados y financiados por los mismos que provocaron todo.
También es demasiado fácil echar la culpa de todo a Alemania. De sobra es sabido que la historia la cuentan los vencedores y suelen ser bastante maniqueos en eso de cargar las tintas de “malos” sobre los vencidos. Pero, en primer lugar, Alemania se había comprometido con el gobierno austro-húngaro para no perder el único aliado fiel en aquel pulso de potencias y fue este último el que declaró la guerra, pese a que Alemania había aceptado la respuesta del gobierno serbio al ultimátum austro-húngaro tras el atentado de Belgrado. Todavía intentó el gobierno germano mediar entre Austria-Hungría y Rusia, sin ser bien acogida su intervención por los rusos y, mientras tanto, Inglaterra anuncia que no podrá permanecer neutral en el conflicto. Esto último no es difícil de entender; sobre todo si se tiene en cuenta que a Gran Bretaña le disgustaba el ritmo de industrialización de Alemania que, además, por sus excelentes relaciones con los otomanos (que por entonces mandan en Arabia Saudí, Irak y Kuwit) dispone de todo el petróleo que necesiten en muy buenas condiciones. La “inteligencia” británica se había infiltrado mediante sus servicios secretos en la Okhrana zarista (la policía rusa del zar) que, a su vez, manejaba la organización secreta serbia “La Mano Negra”, que fue la encargada de ejecutar el asesinato del heredero al trono austro-húngaro. El gobierno británico bien pudo así provocar una guerra entre alemanes y rusos, aliándose con el que podía ser menos peligroso a corto plazo, pero socavándolo a su vez alimentando las crisis, revoluciones y contradicciones internas para hacerle caer también.
Faltaba, a continuación, la provocación del Lusitania: La Armada norteamericana cede a la inglesa el buque Lusitania, que es de carga y de pasajeros. Alemania se entera y avisa en 50 diarios norteamericanos del peligro de cruzar el Atlántico en plena guerra entre Alemania e Inglaterra. A pesar de ello, en 1915 el navío parte para Inglaterra donde el destructor Juno debe darle escolta hasta la costa. Pero el mismísimo Winston Churchill da órdenes directas de que se le deje sin escolta ni sea avisado de que en sus cercanías hay tres navíos de guerra alemanes. Al fin, el Lusitania es impactado por un misil alemán y se hunde. El hecho es publicitado en EEUU como un frío acto de terrorismo; pero eso no consigue ganarse el apoyo de la opinión pública norteamericana, contraria a entrar en la guerra. Wilson sigue, vistas las cosas, con su demagógico discurso en contra de entrar en la guerra y gana las elecciones de 1916. Pero nada más tomar el gobierno, incumple su promesa electoral e introduce a EEUU en la guerra con la excusa del hundimiento del Lusitania. Tuvieron que morir más de 1200 personas de su propio país a las que, de alguna manera, “ayudaron a morir” desde la sombra su gobierno y el de sus aliados, para poder meter a su nación en el negocio de la guerra que, más que nunca, auparía a banqueros británicos y yanquis al primer puesto de las finanzas, préstamos y deuda creada con la que controlar y manipular al resto de gobiernos del planeta.
Emilio Ballesteros