WESTERN
Edwin S. Porter, director de cine estadounidense
El western nos ha regalado a todos los amantes del cine momentos inolvidables, intérpretes míticos e historias maravillosas, más profundas y complejas de lo que algunos no defensores de estas películas puedan imaginar. Se le tacha de género menor, sólo apto para actores rudos, con unas facciones muy características en su rostro, con argumentos repetidos y personajes femeninos que sólo adornan la escena con su presencia testimonial. En algunos casos puede suceder, pero suponen la excepción. Las películas del oeste, magnífico término, por cierto, no dejan de ser historias, probablemente más concretas y alejadas en el tiempo y en el espacio de lo que estamos acostumbrados, y es por eso también, que nos trasladan a un mundo nuevo, plagado de aventuras y donde el ser humano se tiene que enfrentar a la adversidad y al mismo ser humano, aún más peligroso.
El padre de esta criatura llamada western fue un tal Edwin S. Porter, que en 1903 realizó Asalto y robo de un tren. Su nombre no suele aparecer en muchos libros de historia del cine y casi se puede decir que ha quedado en el anonimato, pero si se le atribuye el nacimiento de este género, o lo que es lo mismo, que después nombres como John Ford, Howard Hawks o Henry Hathaway realizaran obras maestras inolvidables siguiendo su temática, e hicieran las delicias de muchos aficionados al celuloide, desde luego que este señor Porter tiene mi más profundo respeto.
No se trata de hacer aquí un recorrido exhaustivo por la historia de este género ni de realizar una lista de títulos, sino de detenernos en algunos de los aspectos más significativos de sus películas, que al final lograron forjar un estilo único, con un buen puñado de obras imprescindibles que a pesar de lo que se diga, siguen gozando de una salud de hierro. Porque, ¿quién no se divierte, sufre y se emociona hoy día con una aventura llamada La diligencia de John Ford que se hizo nada más y nada menos que en 1939? Cualquier aficionado al cine. Y es precisamente este director, aquel irlandés con un ojo tapado que veía perfectamente cómo se hacía una buena película y convertía en oro puro todo lo que tocaba, el máximo referente de este género. Se podrían mencionar muchas cintas de su filmografía, pero la más memorable de todas, quizá la cima más alta que nunca se haya superado fue Centauros del desierto en 1956. Hay quien dice que John Wayne no fue un excelente actor, probablemente tenga una parte de razón, pero al ver a este hombre disfrazado de ese inolvidable Ethan que busca a su sobrina después de haberlo perdido todo, de acumular tanto odio y tanto dolor, el resultado es un personaje completo y profundo, reflexivo, que no se da por vencido a pesar de que ya no le pueden pasar cosas peores en la vida. Todo en Centauros del Desierto rezuma nostalgia, pérdida y valor, muchas sensaciones, a veces incluso enfrentadas que no pueden dejar indiferente a nadie. El corazón se encoje como una esponja con tantas sensaciones a flor de piel, sobre todo al final de la película, cuando el protagonista se encuentra con una sorpresa muy difícil de imaginar.
Y al corazón le ocurre algo parecido cuando se enfrenta y se deja llevar por la conmovedora historia de El hombre que mató a Liberty Valance (1962), también de Ford y también con Wayne. Amor, odio, venganza a borbotones en una película en la que se suma a la fiesta el maravilloso James Stewart, un hombre que era capaz de hacer lo que le diera la gana con cualquier tipo de papel. ¿Hay un título mejor para una película que éste? Y apunten una frase que ya ha quedado para la historia del western: “En el oeste siempre se imprime la leyenda antes que la verdad” ¿alguien da más?
Pero si a Ford le ponemos en el puesto número uno de la parrilla de salida de los westerns, habría que colocar en segundo lugar o en similar posición a un tal Howard Hawks, que fue otro adelantado a su tiempo, y en este caso ya no sólo de las películas del oeste, sino en todo lo que tocaba. Tenía una habilidad especial para convertir en oro cualquier género, y no desafinó: en cine de aventuras con Sólo los ángeles tienen alas (1939), en cine negro en Tener o no tener (1944), para llegar a clásicos del western como Río Bravo (1959) o El Dorado (1967), por poner unos pocos ejemplos. Tuvo la habilidad de igualar todos los géneros en importancia porque sabía lo que había que hacer y cómo hacerlo en cada uno de los casos. Con Hawks tenemos calidad asegurada, muchos pocos podían llegar a su altura detrás de una cámara.
En los años sesenta, aproximadamente, se produce un cambio en el western. Se vuelve más reflexivo y calculador, y abandona los mitos que tanto éxito habían tenido en años anteriores. Los indios, siempre odiados y peligrosos, pasan ahora a ser valorados de otra forma con mucho más respeto, como personas que también sufren y con quienes se cometen injusticias. Los héroes tradicionales dejan paso a personajes más oscuros, con mentalidades complejas que no siempre buscan el bien. El mejor ejemplo de la nueva forma de hacer westerns es Grupo salvaje dirigida por Sam Peckinpah en 1969. La desmitificación deja paso a la violencia extrema, sin escrúpulos, en escenas inolvidables de tiroteos y ajustes de cuentas sin contemplaciones. Los protagonistas dan miedo por su contundencia y ambición, nada que ver con los orígenes de estas películas. El género había cambiado y casi llegaba a su fin con Pat Garret y Billy the Kid, también de Peckinpah en 1973, que supone casi un epílogo para su historia.
Hasta que llegó Clint Eastwood, un individuo de gesto amargo pero encantador, el creador que ha realizado más obras maestras en los últimos años en el cine americano, y con él el western resucitó. Lo hizo con la escarizada Sin Perdón en 1992, un filme que recuerda el lirismo y el mito de Ford y la violencia sin contemplaciones de Peckinpah en una mezcla imposible de imaginar años atrás.
Y parece que el género se resiste a morir porque en 2010, los siempre corrosivos, creativos y geniales Joel Coen y Ethan Coen (jamás unos hermanos se han entendido siempre tan bien en este negocio tan complejo del cine) se sacaron de la manga un remake de una película dirigida por Henry Hathaway en 1969 Valor de ley, protagonizada en aquel momento por el admirado John Wayne y ahora por el oscarizado Jeff Bridges, que borda su papel de hombre pasado de todo y esperando que la muerte acabe con una cruda realidad que ya no le interesa. Sin hacer comparaciones, que en esto del cine a veces no es apropiado, la cinta del año pasado dignifica el original, de sobrada calidad también, y ofrece un toque moderno en su narración y en su estética, pero manteniendo la esencia que el western nunca ha perdido, a pesar de que las nuevas generaciones de directores no se atrevan con un género que aún despierta cierto recelo en algunos espectadores y resulta caro en su planificación y ambientación. Esa sí que es una realidad que no se puede obviar.
Valor de ley no será la última gran obra de este género. Seguro que aparecen directores que se atreven con el reto de realizar un western, siempre ha pasado y además los resultados han sido óptimos, tanto en calidad como en la taquilla, por lo que sólo falta esperar la próxima ocasión, aunque tarde un tiempo. Merece la pena esperar.
Sergio Yuguero