La consagración del poeta

A estas alturas del siglo XXI, me pienso preguntas que quieren huir del retoricismo (sí, lo sé, esta palabra no viene en el diccionario; pero en el diccionario faltan muchas palabras). Y es como consecuencia de una conversación que escuché hace poco que me enrolé en esas ondas etéreas que provocan ruido silencioso y a veces asfixian; otras, iluminan:

¿Quién es un poeta consagrado? ¿Quién consagra a los poetas? ¿Por qué se consagran? ¿Qué es consagrar? ¿Por qué se usa tan excelsa palabra en lugar de esa otra que, en realidad, es la que encierra: fama? Parece que la palabra fama fuese una palabra proscrita. Es como si al aplicarla a un poeta éste se hiciera de segunda categoría: pero, ¿por qué eludirla si es lo que se pretende cuando se pretende? Porque hay algunos poetas que eso es lo que buscan, fama, y no se miran en prendas para conseguirla. Se da el caso, por ejemplo, de aquellos que están, con avidez certera, al acecho de palabras, frases, teorías, ideas… para cazarlas al vuelo, correr a ponerlas sobre el papel y lanzarlas como suyas. Estos son los sin escrúpulos; los que, al plagiar, por consagrar consangran como si, para conseguir el aplauso, todo estuviese permitido (pero de plagios y aplausos hablaremos en otros capítulos). En otro caso, tenemos a los que están en todos los sitios, los que corren con sus poemas a poner su nombre, valiéndoles si son buenos o no, se hacen visibles todo lo que pueden y, por el efecto repetitivo, su nombre queda en las mentes y adquieren, gratuitamente, el título de poetas. Son los que saben que estar en el momento adecuado, en el lugar adecuado, con la gente adecuada, ayuda al marketing. Estos marchan engreídos bajo la sombrilla de poeta sin ser conscientes de que al verdadero poeta se lo reconoce en la humildad de sentirse un aprendiz; aprendiz de poesía, aprendiz de la vida que despliega su escuela hasta el último momento de nuestra existencia. Algunos de estos verdaderos Poetas se mueren sin entender que han sido consagrados porque escriben para decir de un mundo interior en continua evolución que, al transformarse a sí mismo, provoca la transformación en quien los lee. Lo que menos les preocupa es escribir para ser aplaudidos por la fama; lo que más, el encuentro con las raíces del Ser Humano. La huella de estos Poetas es invencible y, a lo largo de la historia y en la historia que corre, muchos murieron y otros viven sin ser conscientes del alcance de su Poesía y sintiéndose Aprendices de Poeta.

El ruido de los “famosos” hace que verdaderos Poetas queden en un segundo plano y no reciban el mérito que realmente se merecen. Aquí me pegunto cuándo vamos a dejar de seguir las apariencias y nos vamos a centrar más en la Poesía.

Y, claro, como en todo hay excepciones, hoy os quiero pasar un poema, una elegía1, de alguien que supo estar en el momento adecuado, en el lugar adecuado, con la gente adecuada; pero en el que, al contrario de lo expuesto anteriormente, genio y figura estaban a la par. Un joven poeta, a punto de cumplir veinte años, saltó a la fama, se consagró como poeta, cuando acudió al entierro de otro joven y conocido escritor al que llama poeta, a pesar de ser más conocido por su labor periodística, y que, con veintiocho años, se había quitado la vida. Si es pretencioso el mensaje, vosotros decidiréis; si la estructura establecida no ha surgido de la maestría de un verdadero poeta, vosotros juzgaréis:


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Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana;
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana.

Acabó su misión sobre la tierra,
y dejó su existencia carcomida,
como una virgen al placer perdida
cuelga el profano velo en el altar.
Miró en el tiempo el porvenir vacío,
vacío ya de ensueños y de gloria,
y se entregó a ese sueño sin memoria,
¡que nos lleva a otro mundo a despertar!
Era una flor que marchitó el estío,
era una fuente que agotó el verano:
ya no se siente su murmullo vano,
ya está quemado el tallo de la flor.
Todavía su aroma se percibe,
y ese verde color de la llanura,
ese manto de yerba y de frescura
hijos son del arroyo creador.
Que el poeta, en su misión
sobre la tierra que habita,
es una planta maldita
con frutos de bendición.
Duerme en paz en la tumba solitaria
donde no llegue a tu cegado oído
más que la triste y funeral plegaria
que otro poeta cantará por ti.
Ésta será una ofrenda de cariño
más grata, sí, que la oración de un hombre,
pura como la lágrima de un niño,
¡memoria del poeta que perdí!
Si existe un remoto cielo
de los poetas mansión,
y sólo le queda al suelo
ese retrato de hielo,
fetidez y corrupción;
¡digno presente por cierto
se deja a la amarga vida!
¡Abandonar un desierto
y darle a la despedida
la fea prenda de un muerto!
***
Poeta, si en el no ser
hay un recuerdo de ayer,
una vida como aquí
detrás de ese firmamento…
conságrame un pensamiento
como el que tengo de ti.

A la Memoria desgraciada del joven literato D. Mariano José de Larra

José Zorrilla


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1- Elegía: Término de origen griego (é-legeia: lamentación; élegeion ou tó: dísticos elegíacos). Composición poética del género lírico, inicialmente caracterizada por una estructura métrica, compuesta por una serie de dos versos formados por un hexámetro y un pentámetro. En ella se expresa un sentimiento de tristeza por la muerte de un ser querido o cualquier otra circunstancia que provoque dolor; aunque, entre los griegos y latinos, también podía centrarse en una exaltación patriótica o en una evocación amorosa, ya fuera de desengaño o gratificadora. Así, los poetas alejandrinos Calímaco y Filetas cantan con esta composición sus vivencias amorosas. En Roma, recogen esta tradición alejandrina Catulo, Propercio y Tibulo.

A lo largo de la historia, este tipo de composición va sufriendo transformaciones en cuanto a su estructura y fondo.

En la literatura española medieval, los poemas de tipo elegíaco presentan un emotivo tono de tristeza, generalmente, por la muerte de un ser querido, a los que dan el título de Plancto (llanto). De esta etapa tenemos: Plancto que fizo la Virgen el día de la pasión de su fijo, de Gonzalo de Berceo; Plancto denostando e maldiciendo la Muerte, de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, a la muerte de Trotaconventos; Coplas que fizo don jorge Manrique a la muerte del Maestre de Santiago don Rodrigo Manrique, su padre, de Jorge Manrique.

En el Renacimiento, a estas fuentes de inspiración clásicas, la elegía europea suma la influencia de Petrarca y Sannazaro. Conectan esta doble tradición: Garcilaso de la Vega, Fernando de Herrera, Juan de Castellanos… En Portugal, Camoens; en Italia, Chiabrera, Sannazaro; en Francia, Villon, Du Bellay, Ronsard, La Fontaine; en lengua inglesa, Milton…

En el Barroco, Lope de Vega, Góngora, Bartolomé Leonardo de Argensola, Bocángel…

En el S. XVIII, del prerromanticismo alemán e inglés, tenemos la elegías de Young, T. Gray y, especialmente, de Goethe.

En el S. XIX, Shelley, Musset, Lamartine, Leopardi…

En España siguen cultivándose estos poemas en los siglos XVIII y XIX: E. G. Lobo, A. Lista, L. Fernández de Moratin, José de Espronceda, José Zorrilla…

En el siglo XX, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Miguel Hernández, Blas de Otero, Gabriel Celaya, José Hierro, J. Gil de Biedma…

Mara Romero Torres



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