Cecilia Ortiz, Argentina

Imágenes de la memoria

Sólo recuerdo que la muñeca no cerraba los ojos.

Para cerciorarme de que estuviera dormida, cuando iba a la cama por mandato paterno, la ponía boca abajo, para que al menos no me viera dar vueltas como una marioneta.

Mi muñeca desapareció en alguna mudanza y llegué a la nueva casa sin ella.

Bajo un manzano contemplé lo que sería mi nuevo hogar.

Aún hoy contemplo la casona entre árboles más viejos que ella.

Me preguntaste, y en esta foto quienes están.

¿Quiénes?

No puedo decirte que lo sé. Me inventé una historia familiar cuando desaparecieron los que estaban posando para quedar por siempre. Quedar por siempre me suena a mucho tiempo.

No lo sé, contesto.

Por qué la guardas, entonces.

No la guardo, está por alguna razón. Me la habrá enviado alguien, luego de verme en tantas películas. Me imagino que habrá pensado que me gustaría.

Desempolvo la fotografía y la miro.

Sonrío.

Qué otra cosa se puede hacer sobre el polvo de las cosas.

El tiempo solo me ha dejado arrugas infinitas y una certeza de haber sido la mejor.

Ya nadie recuerda lo que fui.

Y los recuerdos no tienen movimiento. Ocupan un espacio. Que de tanto en tanto se inquieta y deja un trazo, leve, sobre el día que vivo.

La muñeca no cerraba los ojos.

Yo, ahora tampoco, me trago las visones para sentirme viva, vieja, pero viva.

Te alejas. Siempre te alejas y veo tu espalda que me habla. Me dices que eres lo único que tengo.

La muñeca y yo somos casi lo mismo. Dos formas estáticas, una plasmada en papel senil y yo, suspirando a la espera de reencontrar a los míos, en algún lugar de no sé dónde.

®Cecilia Ortiz

*  *  *  *  *  *

El tren

La mujer caminaba por el andén de la estación ferroviaria, había doblado a la izquierda, muy segura de su camino. Al llegar a la salida retrocedió y cruzó todo el recinto. Apuraba el paso, la pequeña maleta entorpecía su andar. Semejaba una tortuga vagando. A las once y cuarto, una alegre familia que despedía a unos recién casados, pasó delante de ella. La mujer les preguntó por el tren en el que iba a viajar. Le dijeron que debía dar una vuelta y rehacer el camino hasta donde estaban las puertas giratorias, doblar por el pasillo de la galería comercial y subir la escalera mecánica hasta los nuevos andenes.

En el número ocho su tren se despedía. Los vaivenes del último vagón le hicieron burla. Se detuvo, agitada.

Caminó despacio, las pocas cuadras hasta su casa tornaban de niebla.

Tocó timbre, al abrirse la puerta, Anselmo, aún con la ropa de dormir, se hizo a un lado. María Victoria entró, contuvo lágrimas, dejó los guantes dentro del abrigo colgado, la maleta en el piso se hacía cada vez más pequeña.

Durante el almuerzo, ella contó que no tuvo coraje para ir a la estación y se había quedado sentada entre el tercer y el cuarto piso y que los vecinos que tienen perro preguntaron si había olvidado la llave. Otros, al ver la maleta, ni dijeron buenos días. Alguno con más confianza, la palmeó en el hombro diciendo: Estas son cosas que suceden.

Anselmo la tomó de las manos mirándola a los ojos y dijo: Estamos juntos. No importa nada más.

María Victoria escuchó el silbato del tren como un llamado. El suspiro se fue detrás de ese sonido, otro, quedó junto a ella, que sentada, inmóvil, con las manos aún entre las de Anselmo, escapaba en el último vagón.

® Cecilia Ortiz

*  *  *  *  *  *

No hay miradas

La noche avanza y me detengo, al borde del camino. Serena, la oscuridad acompaña el último vestigio de luz atrapado en mis ojos. No puedo cerrarlos, están vivos. Apago el motor del auto. Mi cuerpo añora el sutil borde de nuestras sábanas.

Aún en la sombra la noche es generosa. Restaura, aligera el contorno de las cosas, se hacen una sola forma.

Soy invisible, no hay miradas que miren ni reclamen.

Me doy cuenta de que andar a solas es diferente a lo que pensé.A todo se acostumbra el día, y también la noche, con su primavera postergada porque necesita luz. Y la necesito.

Sus palabras me hicieron recordar el color del verano; la voz acumula soles, paisajes, enhebra sonidos con alas, transforma piedras hostiles en playas; mi corazón emana destellos, es difícil decir adiós aunque se está dolorida.

Mis manos se rebelan al designio que impone el destierro, el elegido por mí. Siguen aferradas a la piel de un bolso que contiene el vestigio de cartas. Para recordarme que sólo se detiene lo que quiere detenerse y que se guarda para sí lo que tiene prohibido despertar. Son las cartas que le escribió a ella, su nuevo amor.

Cuando se despierta en medio del sueño, el insomnio se apodera de todo y volver a dormir es imposible. Así me sentí mientras escuchaba sus mentiras: que me ama.

Ya no le creo. No se ha dado cuenta de que a su costado, vestida de noche en la noche misma, soy día.

Entro en el auto, lo pongo en marcha. El camino se abre en la casi madrugada, no hay luces en el camino.

® Cecilia Ortiz

*  *  *  *  *  *

Cruzar la puerta

Me propones cruzar la puerta, no siento tu mano tibia en la mía.

Hace tiempo que ya no estás. Y sin embargo insistes, cruza la puerta, dices. Y lo vuelves a decir.

Oigo tu voz una y otra vez.

Te veo sentado frente a la ventana, aunque no estés, parece que estuvieras.

Aún el perfume del tabaco acompaña tu sillón.

La puerta cerrada es una frontera, tablas y bronces lucen su porfiado destino. El mío frente a ella, y frente a ti. Que no estás, pero insistes en seguir entre las paredes grises.

Tengo la llave. Lo sabes.

Me conoces.

Después de ti, cariño, susurras cerca. Y me rebelo y exploto y le doy un golpe a la puerta. Golpea detrás de mí empujando el aire que me empuja. Y soy libre.

Detrás de esta puerta, estás, con la mirada fija, como cuando tomaste el café que te serví.

El último.

® Cecilia Ortiz

*  *  *  *  *  *

La promesa

Entro, la casa a oscuras recibe mis pasos, lentos, indecisos. Aspiro un aire tibio que reconforta mi silencio, palabras que no puedo decir.

Aún intento resistir. La tentación frente a mí tiene forma de puerta entreabierta. La luz que proyecta encandila, es intensa la oscuridad que me rodea. Insiste la luz, insiste la puerta en abrirse más y ya no puedo contenerme.

Te percibo en la luz magnífica que me atrapa, succiona el cuerpo, embruja el sentido.

Dije que no.

Pero no puedo negar lo que siento.

El truco da resultado, la casa a oscuras, la puerta del cuarto entreabierta, la luz que atrae a la polilla ávida de esplendor y caigo en tus redes.

Cada noche me espera una manzana, roja, fresca, perfumada. Me miras a los ojos. A la manzana le falta un mordisco. La ofreces simplemente y eso me vuelve loco, tan loco que olvido mi casa. Y las llaves caen, como todas las noches, para perderse entre las sábanas junto a la promesa de que es la última vez.

® Cecilia Ortiz

*  *  *  *  *  *

Andén de vida

De la mano de mi abuelo conocí la estación de Villa Ballester, sentados en la sala de espera , vimos pasar los trenes locales y los que se detenían para cargar la bolsa con el correo o las encomiendas. El reloj de la sala llamó mi atención, una aguja larga, una corta y una delgada que no cesaba de andar. Aprendí el funcionamiento y volví a casa con el nuevo conocimiento, como si fuera algo maravilloso. Para mí lo era. Ya no tenía que preguntar, era yo la que preguntaba: ¿te digo la hora? Cada visita a la estación de tren era una fiesta. Los horarios de los trenes, me cautivaron.¿Cómo sabían que debían llegar, quién les avisaba?¿Nono, cómo saben los trenes? Los veía con vida propia. También aprendí que no era así. Que había muchas señales, muchas personas, muchos contratiempos. La sala amarilla, como la llamábamos, servía de aula. La Abu llegaba algunas tardes con la merienda caliente. La casa no estaba cerca de la estación.. Pero ella llegaba con su mejor sonrisa y una pequeña canasta con el termo, algunas galletitas y casi siempre con un buen trozo de pastel de manzanas, tibio.¿Nono, se puede guardar el calor del verano para cuando llegue el invierno?¿Y si le llevamos a la Abu un poco de luz del sol, para cuando esté cosiendo en la máquina y sea de noche? Los trenes indiferentes a mis inquietudes pasaban siempre con el mismo rumbo. Hacia la derecha, al interior del país. Hacia la izquierda , a la Capital. Arriba , abajo, delante, atrás, la hora, los horarios, invierno, verano, luz y sombra. Ya estaba al tanto de todo. Ya crecí Nono, ahora puedo venir sola a ver los trenes. La sonrisa y los ojos claros me dieron la bienvenida al mundo de los grandes. Tenía cuatro años y toda la energía del mundo. Eso creí. El abuelo se fue seis años después. La Abu cuando cumplí veinte. Mucho antes que el Nono, habían partido papá y mamá. El andén me esperaba todas la mañanas, subía al tren , y luego de ocho o nueve horas, otro tren me dejaba en el mismo lugar. Me quedaba en la sala de espera, sin esperar a nadie. Estar allí era recuperar mi familia. Veía envejecer a mis compañeros de viaje, y todas las mañanas frente al espejo renegaba de las arrugas. Me decía que eran prematuras, pero sabía que no lo eran. Iba más temprano para verme en otro espejo que no fuera el de casa. Donde me miraba era el horario de trenes, enmarcado y protegido por un vidrio. Allí me veía mejor. Mucho mejor. Acepté casarme con Javier, siempre me había gustado su cara jovial, su manera de cederme el asiento apenas me veía ingresar al vagón, su voz al preguntarme: ¿cómo estás hoy?, el tono cuando me decía: hasta mañana, dulce. Y amé cada mañana y cada tarde que fue mi compañero de viaje en tren, sin saber que lo que amaba, era otra cosa. El siguió viajando, yo, en casa. Lo iba a esperar con alegría, la sala me recibía iluminada por el sol de la tarde, era un buen lugar para alguna labor de mano y la calidez de la lana , las agujas moviéndose ágiles, mis compañeras de esos momentos. Hasta que llegaron los hijos, se complicaron los horarios y cuando me di cuenta, la sala de espera se hizo recuerdo. El amor se desgastó sin saber cómo. Los niños, la casa, el dinero que no alcanzaba. Propuse un viaje en tren para las vacaciones. Y allá fuimos. Pero el tren no solucionó nuestras diferencias, es más, las aumentó. Siete largos días fueron suficientes para saber lo que había que saber. En la sala amarilla, lo discutimos una madrugada. Y, cada uno por su lado, eso dijo. Ahora los niños han crecido. Ya tienen su vida. Estoy otra vez en el andén, dentro de la sala un poco descuidada, viendo cómo pasa la vida de los demás. Hoy siento que estoy tomada de la mano del Nono y que la Abu en cualquier momento llegará con la merienda caliente. Hace mucho frío.

® Cecilia Ortiz

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Viaje en ascensor

La he vuelto a ver, me dice mi compañero conteniendo el aliento. Le respondo una tontería y sigo con mi ordenador. Insiste en hablarme del encuentro. Que sí, que bueno que es eso, contesto por decir algo. Se va.

Y el recuerdo llega como tantas veces.

Entré al edificio corriendo, como siempre. El ascensor a punto de cerrarse, mi grito hizo aparecer una mano que detuvo la puerta, y entré. Fue entrar en otra dimensión, galaxia, paisaje, éxtasis.

Hasta el piso treinta, me escuché decir. ¿Treinta? No hay más que doce, contestó.

Misteriosamente el ascensor se detuvo, o fueron mis deseos de hacer eterno el viaje.

Dos horas después nos rescataron los bomberos.

Ni me había enterado, ella tampoco, de que corríamos peligro ahí adentro.  Hablamos mucho, a oscuras. Sin vernos, prestando atención a la voz, a las palabras, A los silencios. Al salir nos separamos, es decir ella siguió con su camino y yo, sin saber dónde ir.

A la semana siguiente pregunté en la oficina dónde ella tenía que haber ido.

Con mucho empeño logré saber la dirección de su oficina. El encuentro no podría haber sido mejor.

Seguimos juntos por tres meses, dulces tres meses, intensos tres meses, tres meses como nunca.

Conocí su familia. El mundo se desmoronó.

Su padre, era mi padre también. Cosas de los mayores. Esas cosas que hacen cuando no piensan. Familias paralelas creo que le dicen. Tampoco olvido ese momento. La cara de ese hombre, al que golpeé muy fuerte. No se defendió.

Nos quedamos vacíos los dos. No nos teníamos el uno al otro.

Ella vino a mi oficina varios días después. Debido a la mala entraña de nuestro padre, tuvimos que tomar una decisión. No nos importó.

Decidimos seguir juntos en la vida, sin niños e hicimos lo que era necesario, cada uno.

Ahora tenemos tres, que hemos adoptado. Vinimos a vivir a Barquisimeto, Venezuela. Un amigo de la familia nos ayudó, él también vive en la ciudad de los atardeceres, bellos colores anunciando que el día vendrá otra vez.

Mi compañero insiste, qué me dices, la he vuelto a ver, me escucho decir, pregúntale primero quién es el padre.

(A Marian, mi amiga, de Salamanca, que le gustan los cuentos de ficción ficción)

© Cecilia Ortiz

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