Las Cruzadas V, La toma de Jerusalén

Cuando los francos llegan a Jerusalén, el general que comanda las tropas egipcias de la ciudad es Iftijar ad-Dawla, de gran reputación entre los suyos. Ha preparado todo a conciencia: mandó reforzar un paño de la muralla que tenía desperfectos, ha procurado que la ciudad esté abastecida para poder resistir un prolongado asedio, ha mandado envenenar los pozos y manantiales exteriores para que los sitiadores lo pasen mal en una región árida como aquella, sus soldados están bien pertrechados y listos para el combate, tienen preparado fuego griego (mezcla de petróleo y azufre que provoca incendios muy difíciles de apagar) para incendiar las torres de asedio de los atacantes…

Sin embargo, los primeros movimientos de los sitiadores lo cofunden. Ha oído hablar del fanatismo religioso que los mueve y que les ha llevado a actitudes encarnizadas y de difícil explicación como la de Maarat; pero ahora los ve ante sus murallas en incesantes procesiones con cánticos y rezos e incluso algún ataque alocado contra las murallas expuestos a las flechas de sus arqueros. Él es musulmán creyente, pero aquel fervor ciego lo confunde. Para los musulmanes, Jerusalén, que ellos llaman al-Beit Al Muqaddas (“El lugar de la santidad”), es la tercera ciudad santa, después de Meca y Medina. Fue allí donde Dios condujo al profeta Muhammad durante una noche milagrosa a un encuentro con Musa (Moisés) e Isa (Jesús, el hijo de la virgen Maryam). Es pues, la ciudad de la continuación del mensaje divino que a través de la cadena de profetas, acaba en el sello de la profecía: Muhammad. Allí está la mezquita de al-Aqsa a la que muchos musulmanes de todo el mundo van a orar. Es, por tanto, una ciudad muy querida y que no quieren perder.


Son las torres de madera, que ya han construido los frany y están dispuestos a usar, las más temidas por los sitiados. Las consignas son claras: si alguna se acerca a las murallas, hay que inundarla de flechas y, en caso de que consiga acercarse más, arrojarle fuego griego para intentar incendiarla. Los atacantes, para protegerse del fuego, han forrado sus dos torres con pieles de animales recién despellejados impregnadas con vinagre. Una de las torres ataca por el norte y la otra por el sur. Llegan a la ciudad rumores de que está en camino hacia Jerusalén el ejército de al-Afdal, lo que a los egipcios le da nuevas esperanzas, pero a los francos les obliga a redoblar sus ataques si no quieren verse envueltos entre dos fuegos enemigos. En un viernes de julio de 1099, siete días antes de que acabara el mes musulmán de shabán de su año 492, mientras los soldados al mando directo de Iftijar están parapetados en la torre de David, una fortaleza octogonal que es punto fuerte de las murallas, al general llegan noticias de que los frany han conseguido entrar por la parte norte, han invadido el barrio judío y ya están en las inmediaciones de la mezquita mayor. En poco tiempo, Iftijar y sus hombres están rodeados por todas partes; de hecho, su pendón blanco sólo ondea en la Torre de David. Un mensajero frany se acerca en nombre de su jefe Saint-Gilles y les ofrece la posibilidad de rendirse y salvar así sus vidas. Iftijar, que ya sabe lo que hicieron en Maarat y otros lugares, no se fía de la palabra de los francos; si bien Saint-Gilles, un hombre sexagenario de cabellos blancos, parece más respetable y tiene mejor fama que el resto de los suyos. Decide, al final, fiarse de su palabra y se rinde. Saint-Gilles, en efecto, deja irse al general y su guarnición hacia el puerto de Ascalón.

Sin embargo, nada más alejarse los soldados, la población de Jerusalén es masacrada y la ciudad saqueada sin piedad. Los judíos, respetados por la autoridad musulmana, son ahora quemados vivos en su sinagoga. Ni los propios cristianos autóctonos son respetados: son destruidos monumentos de santos, la tumba de Abraham (Ibrahim para los musulmanes) es destruida y los cristianos ortodoxos que custodian con orgullo desde hace siglos la que consideran la cruz en que murió el mesías (respetados también por los musulmanes, a pesar de que ellos no creen que el profeta Isa -Jesús- muriera en una cruz), son expulsados de su iglesia del Santo Sepulcro para impedir que en ella se celebren los ritos orientales del cristianismo –griegos, georgianos, coptos, armenios y sirios-. Estupefactos ante tanto fanatismo, los sacerdotes ortodoxos se niegan a entregar la sagrada reliquia a los francos y son torturados sin piedad hasta que tienen que entregarla, perdiendo así lo que durante siglos, y a pesar de tantos conquistadores que habían pasado por allí, siempre se había respetado. No es de extrañar que los cronistas árabes, cuando recuerdan lo que había sido la toma de Jerusalén por los musulmanes, comparen estos hechos con los del califa Umar, que recién tomada la ciudad, respetó la vida y los bienes de los derrotados, así como los otros cultos (que todavía podían ejercerse cuando la ciudad es tomada por los francos) hasta el punto de que solicitó al patriarca griego que le enseñara los lugares santos del cristianismo y como, estando en la iglesia de la Qyama (el Santo Sepulcro), llegó la hora de la oración islámica, Umar solicitó al patriarca que le indicara algún lugar en el que poder orar.

Cúpula de la Roca, Mezquita de Umar,
vista desde la ciudad vieja

Éste le dio permiso para hacerlo allí mismo y Umar se negó porque dijo que si lo hacía, los musulmanes querrían convertir allí mismo la iglesia en mezquita diciendo: aquí rezó Umar. Hizo su oración en una explanada cercana, que es donde hoy día se extiende la mezquita que lleva su nombre. El contraste con la toma de la ciudad por los francos es evidente.

Veinte días después de estos hechos, llega el ejército de al-Afdal a las cercanías de Jerusalén. Trae una tropa numerosa, pero sabe de la dificultad de tomar una ciudad tan bien protegida como Jerusalén, por lo que manda unos emisarios para ofrecerle a los frany la posibilidad de abandonar Palestina sin tener que luchar y evitar así más muertes. Es Godofredo de Bouillon, el nuevo señor de Jerusalén, quien recibe a los emisarios; pero por toda respuesta, antes incluso de que la delegación haya tenido tiempo de traer la respuesta, las tropas francas asaltan el campamento musulmán. Cogidas por sorpresa, las tropas musulmanas son destrozadas por los francos y su campamento es saqueado. Jerusalén está en manos de los frany sin nadie que pueda responderles.

Godofredo De Bouillon

En Damasco, el cadí Abu-Saad hace un llamamiento desesperado a todos los musulmanes para responder a esa humillación, pero el califa al-Mustazhir-billah, un joven de veintidós años que se precia de no haber hecho daño a nadie, pertenece a una generación de califas blandos que apenas son respetados fuera de su palacio y que ocupan el tiempo más en placeres refinados que en luchas o en guerras. Es en él en quien tienen puestas sus esperanzas los supervivientes de Jerusalén. La dinastía Abasida, a la que pertenece, hace tiempo que entró en decadencia. Ya no es la del Bagdad de Las mil y una noches, de Harún-al-Rashid, con hospitales gratuitos, correo postal, canalizaciones de agua, sistema de cloacas, fábricas de papel, estudios en los que se diplomaban los mejores médicos del mundo de entonces… En 1099, la ciudad ha decaído mucho, el imperio se ha dividido en múltiples reinos a cual más pequeño, a menudo luchando entre ellos y los califas, perdida su influencia, se han retirado de la política dejándola en manos de soldados turcos, persas o egipcios que, también con frecuencia, se enfrentan entre sí. Valga como ejemplo de la división y el desgobierno reinante lo que ocurre en el año de 1100: las luchas dinásticas y los enfrentamientos civiles entre varios hermanos abasidas y sus seguidores hará que Bagdad, en apenas treinta meses, cambie de manos ocho veces. Ninguno de los hermanos ha conseguido tenerla más de cien días seguidos. Mientras tanto los invasores occidentales irán consolidando su presencia en los territorios conquistados y sólo su actitud hacia las gentes de sus nuevos territorios hará que no sean queridos y aceptados de manera complaciente por los sometidos.

Emilio Ballesteros Almazán




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